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Foto del escritorPs. Kike Escobar

Rendición

Hechos 9:1-9


“Mientras tanto, Saulo pronunciaba amenazas en cada palabra y estaba ansioso por matar a los seguidores del Señor. Así que acudió al sumo sacerdote, le pidió cartas dirigidas a las sinagogas de Damasco para solicitarles su cooperación en el arresto de los seguidores del Camino que se encontraran ahí. Su intención era llevarlos, a hombres y mujeres por igual, de regreso a Jerusalén encadenados.


Al acercarse a Damasco para cumplir esa misión, una luz del cielo de repente brilló alrededor de él. Saulo cayó al suelo y oyó una voz que le decía: ¡Saulo, Saulo! ¿Por qué me persigues? ¿Quién eres, señor? preguntó Saulo. Yo soy Jesús, ¡a quien tú persigues! contestó la voz. Ahora levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer.


Los hombres que estaban con Saulo se quedaron mudos, porque oían el sonido de una voz, ¡pero no veían a nadie! Saulo se levantó del suelo pero, cuando abrió los ojos, estaba ciego. Entonces sus acompañantes lo llevaron de la mano hasta Damasco. Permaneció allí, ciego, durante tres días sin comer ni beber”.


En este pasaje tenemos el relato de la conversión más famosa de todos los tiempos. Debemos intentar, hasta donde nos sea posible, entrar en la mente de Saulo. Al hacerlo, veremos que no se trata de una conversión repentina, sino de una rendición repentina.


Algo de Esteban se le había grabado en la memoria de una manera indeleble. ¿Cómo era posible que un malvado muriera de esa manera? Para acallar su persistente duda, Saulo se entregó a la acción más violenta que pudo encontrar. Primero, persiguió a los cristianos de Jerusalén; pero esto ponía peor las cosas, porque una y otra vez tenía que preguntarse cuál era el secreto que tenían aquellas personas sencillas para enfrentar serenas y sin miedo el peligro y el sufrimiento. Así es que, antes que detenerse o retroceder, fue al Sanedrín.


Los poderes del Sanedrín se reconocían dondequiera que había judíos. Saulo había oído que algunos cristianos habían huido a Damasco, y pidió poderes para ir allá a que los extraditaran y se los entregaran. Pero el viaje puso las cosas todavía peor. Eran más de 200 kilómetros, que tendría que hacer posiblemente a pie, aunque muchas veces se ha dicho y se ha pintado que Saulo se cayó del caballo y que le ocuparían toda una semana. Los únicos acompañantes que llevaba Saulo eran funcionarios del Sanedrín, una especie de policías; pero, como Saulo era fariseo, no podía tener ningún trato con ellos, así es que marcharía solo, e iría pensando, porque no tenía otra cosa que hacer.


La carretera pasaba por Galilea, y esto le hacía pensar aún más en Jesús. La tensión interior se le iba haciendo insoportable. Y así llegó a las afueras de Damasco, una de las ciudades más antiguas del mundo. Poco antes de llegar a la ciudad, la carretera escalaba el monte Hermón, desde el que se contemplaba Damasco, una hermosa ciudad blanca que se extendía por una llanura verde, “un manojo de perlas en una copa de esmeralda”, como se la describía poéticamente. Esa región tenía un fenómeno característico: cuando el aire caliente de la llanura se encontraba con el aire frío de las montañas, se producían violentas tormentas eléctricas. Se ha sugerido que fue eso lo que pasó precisamente en aquel momento; pero lo más importante es que, desde una de aquellas tormentas o desde “otra”, Cristo habló con Saulo. En ese momento acabó la batalla, y Saulo se rindió a Cristo.


El que entró en Damasco era un hombre cambiado. ¡Y hasta qué punto! El que había pensado llegar a Damasco como una furia vengativa, iba conducido de la mano, ciego y menesteroso.


Todo el Evangelio está en lo que el Cristo Resucitado le dijo a Saulo: “Entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que has de hacer”. Hasta ese momento, Saulo había estado haciendo lo que él quería, lo que él creía mejor, lo que su voluntad decidía. Desde ese momento, se le diría lo que había de hacer. El cristiano es alguien que ha dejado de hacer lo que quiere, y ha empezado a hacer lo que Cristo quiere que haga, eso es rendición.


Rendición es someternos a Dios, es obedecer sin argumentar, es humillarnos y escoger el mejor camino. “Escucha bien: ¡hoy te doy a elegir entre una bendición y una maldición! Recibirás bendición si obedeces los mandatos del Señor tu Dios que te entrego hoy; pero recibirás maldición si rechazas los mandatos del Señor tu Dios y te apartas de él y rindes culto a dioses que no conocías” Deuteronomio 11:26-28.


Feliz día. Dios los guarde y los proteja siempre.


Un abrazo


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